“Cuando el abuso se disfraza de amor: la normalización de la violencia sexual infantil en México”

 En México, la violencia sexual infantil constituye una de las problemáticas más persistentes y alarmantes, no sólo por su frecuencia sino por el grado de normalización y encubrimiento social que la acompaña. Particularmente preocupante es la manera en que muchas formas de abuso sexual infantil se disfrazan bajo la figura de relaciones “consensuadas” entre personas adultas y niñas o adolescentes. Esta percepción errónea no solo encubre una conducta criminal, sino que revela una estructura cultural profundamente arraigada que minimiza, justifica o niega el daño infligido a las víctimas.


En diversos contextos, especialmente aquellos atravesados por condiciones de marginación, pobreza o escasa educación, se observan relaciones entre hombres adultos y niñas o adolescentes que son aceptadas socialmente, e incluso toleradas por las propias familias o comunidades. Estas situaciones suelen justificarse con expresiones como “ella ya sabía lo que hacía”, “eran novios” o “los padres dieron permiso”, cuando en realidad se trata de actos que constituyen violencia sexual infantil. Bajo ningún fundamento ético, legal ni psicológico es posible validar como consensuada una relación donde existe una asimetría tan marcada de poder, madurez, autonomía y capacidad de decisión. El consentimiento, en estos casos, no aplica: una persona menor de edad no cuenta con las herramientas emocionales, cognitivas ni sociales para comprender y asumir las implicaciones de una relación sexual o afectiva con un adulto.


Desde el enfoque de la psicología forense con perspectiva de derechos humanos, estas situaciones deben abordarse como lo que son: dinámicas abusivas que generan un profundo daño psíquico y emocional. Las consecuencias para las víctimas incluyen trastornos de ansiedad, depresión, disociación, trauma complejo, dificultades en la construcción del yo y en el desarrollo psicoafectivo. En muchos casos, las víctimas no pueden identificar o verbalizar lo que vivieron como una agresión hasta varios años después, una vez que adquieren herramientas para reinterpretar lo ocurrido fuera del marco de idealización, culpa o silencio que suele rodear estos hechos.


A lo anterior se suma la frecuente revictimización por parte de las instituciones encargadas de procurar justicia, así como el silencio social que legitima, trivializa o minimiza estos actos. Es común que los agresores no enfrenten consecuencias legales, que las víctimas sean señaladas o desestimadas, y que el lenguaje público se exprese en términos ambiguos que refuerzan la impunidad. Hablar de “relaciones” o “parejas” cuando se trata de violencia sexual infantil, refuerza una narrativa cómplice que perpetúa el daño.


La normalización de este tipo de violencia se sostiene en factores estructurales como el machismo cultural, que erotiza y cosifica a las niñas y adolescentes; la impunidad sistemática que garantiza la repetición del delito; la pobreza que convierte a muchas menores en moneda de cambio o en medios de supervivencia; y la ausencia de educación sexual integral, que no empodera ni protege a las infancias y adolescencias frente a estas situaciones. Asimismo, el analfabetismo emocional de muchos entornos familiares impide reconocer los límites entre afecto, abuso, poder y violencia.


Desde la psicología forense es indispensable nombrar correctamente estas violencias, visibilizar sus impactos, desmitificar los discursos románticos o neutrales que las rodean y fortalecer una práctica profesional que incorpore la perspectiva de infancia, de género y de derechos humanos. Resulta urgente una transformación cultural y estructural que no tolere bajo ninguna forma la cosificación de las infancias, y que reconozca en estos hechos una grave violación a los derechos humanos.


Una relación entre una persona adulta y una menor de edad no es amor ni vínculo afectivo: es violencia sexual. Comprenderlo, denunciarlo, y actuar frente a ello es una responsabilidad ética, profesional y social.

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